Wednesday, September 17, 2008

Las peripecias de un cuello con patas


Yo pensé que caerme en dos matrimonios en el mismo centro de eventos, entrar tarde a una comida con tres ministros y dos subsecretarios, cruzando toda la sala con 500 asistentes y mis constantes episodios con profesores y jefes estilo Chavo del Ocho – Profesor Longaniza encabezaban mi ranking de vergüenzas públicas, pero no. Cuando pensé que nada podía ser peor, me acordé que Murphy debe ser tío bisabuelo mío: siempre queda algo. ¿Qué? Pasearse con cuello ortopédico por todo el Parque Arauco.

Nunca —ojo, NUN-CA— me había sentido tan observada. No hubo persona en esos pasillos que no me lanzara por lo menos una mirada, de reojo, más que fuera. Y si la violación es inminente, yo decidí darle una visión sociológica al asunto y de paso, reactivar este humilde blog, dado los múltiples pedidos por Facebook recibidos.

No sé si será de puro morbosa, pero me dio gusto. En general, la gente me mira con ese tono entre curioso, lastimero y culposo. En ese mismo orden. Porque primero, se dan como dos segundos donde abiertamente, miran, para cachar qué cresta pasó. Los más avezados incluso incluyen un gesto de “cómo habrá quedado el otro”. Después, vienen otros dos segundos donde ponen cara de “pobrecita”, hasta que se dan cuenta que están mirando y viene la fase culposa y bajan la mirada o hacen como que yo estaba en el radio de visión entre el pasillo y la vitrina que justo en ese preciso momento los deleitó.

Yo no ayudo, debo reconocerlo. Aunque parezco Kenita Larraín en plena separación del Chino Ríos, me sale la gemela Campos que llevo dentro y los miro de vuelta con cara de “no tiene nada mejor que hacer que mirar a esta pobre lisiada”. Es bakán, porque logro alimentar mi ego de lo mal que se sienten. (Sí, soy bruja... ¿y?)

Por lo menos andaba vestida decente el día que se me ocurrió pasearme por el centro comercial más concurrido del sector con cuello. Si quitamos el tosco collar blanco esponjoso, me veía hasta mina.

Lo peor, debo decir, no son los mirones del mall. Lo peor son los copuchentos asumidos, esos que no sólo miran... también preguntan y hasta les alcanza el tiempo para contar sobre la tía, hermana, prima, nana o mascota a la cual le pasó lo mismo que a mí.

No hubo taxi al que me subí —dada mi condición de lisiada peatona— donde el chofer no me metiera conversa. Ni el viejo truco de hablar por celular para evitar la plática no deseada funcionaba, porque cuando llamé a una amiga para contarle mi drama humano, no alcancé ni a cortar cuando el taxista me estaba dando una completa charla sobre mis derechos y todo lo que debía exigirle al seguro del auto.

No fue el único.

—Uy... le pasó algo en el cuellito— me dice un vecino de mi súper high society edificio, mientras compartimos el ascensor.

Lo miro en silencio, con cara de “no, es que vi en Discovery Home & Health que este accesorio estaba de última moda y me lo puse voluntariamente”. Pero no acusa recibo y sigue.

—¿Chocó?

—Me chocaron.

Son las dos palabras que pronuncio lacónica, mirando los botoncitos con los números de los pisos. Lamentablemente, él marcó el 18. Entonces, pronuncia esa frase tan original...

—Menos mal que no le pasó casi nada. Podría haber sido peor.

Qué interesante. Él también conoce a Murphy.

No contesto, porque para qué ponerme a explicarle que si sumamos al esguince cervical la semana en cama sin salir de la casa, las tres semanas sin poder manejar y que, más encima, me quedé sin entradas para el concierto de Madonna en Buenos Aires, no me quedan ganas del optimismo barato de frases como “podría ser peor” o la resignación apestosa de “Dios sabe por qué hace las cosas”.

Trato de mirar el cartelito electrónico de los pisos. Vamos en el 7... todavía queda y él no se calla.

—No se preocupe, a todos nos ha pasado... yo tengo una prima que una vez...

Apreto el stand by mental, el piloto automático de “No escuchar idioteces” que todos llevamos dentro y congelo la vocecita de pito del caballero en cuestión. Por fin llego a mi piso. Por fin entro a mi departamento. Por fin ya estoy a salvo de mirones desagradables y opinólogos de ascensor. Pero pucha que somos copuchentos los chilenos.

Sunday, September 16, 2007

Confesión PA-TÉ-TI-CA

"Usted no tiene humor", me dijo. Y yo lo odié. Así, de entrada, tajante como soy yo. Qué se creía para cuestionar a la reina del humor negro, la meretriz de la ironía, la monarca de la agudeza que raya al borde de la injuria. No lo soporté de entrada y, la verdad, él tampoco a mí.

No toleraba que no me pescara, que ignorara mis comentarios sobre lo importante de una entrevista o que se parara de su puesto como si yo, discutiendo frente a él la trascendencia de mi artículo, fuera transparente. Y la nota SIEMPRE terminaba de una col, 30 líneas. ¿Quién se creía?

Aprendí a palos. Con tanto reto, tanto estrés, pronto mis 30 líneas se transformaron en 120 más recuadro -claro que me avisaba a las 18:30, cuando se me ocurría ir a preguntarle- y comenzó a sonreírme. Y yo a acostumbrarme a sus sonrisas, a sus comentarios negros, irónicos y agudos, como los míos. Empecé a entender que detrás de esa persona tosca, brusca, que chupetiaba el lápiz todo el día había un abrazador profundo, un conversador acérrimo, un potencial amigo de esos que no encuentras al tiro, pero cuando lo logras, son para siempre. Y me sentí identificada... tanto. Tú.

Un día, con la pesadez que me caracteriza, me acerqué a la mesa en que estabas almorzando. "Lo siento, pero me vas a tener que aguantar no más. Y al lado tuyo". Y me instalé. Era una broma de las mías que te quedó dando vueltas y que luego, café de por medio, me aclaraste que estaba equivocada. "Usted me cae bien, porque dice las cosas a la cara, como yo. Y eso no es algo que abunde por acá". Los cafés se comenzaron a hacer más frecuentes. Así como las tallas y la conexión en la ironía. Teníamos gustos en común, como Paris y Buenos Aires, la facilidad para reírnos del resto en su cara (la maldad democrática, como tú la bautizaste) y ser los últimos fanáticos de nuestra imperdible serie "Aquí no hay quien viva".

"Nos vamos a ir al infierno", bromeabas, cuando yo le tiraba alguna pesadez a alguien o tú te reías de nuestro último blanco favorito... para qué entrar en detalles.Te apoyé en tu última campaña "por una mini para Sor Charito", en la cual dijiste que no te cambiarías la corbata hasta que Rosario no se cambiara su falda de monja por una pre rodillas, un excelente pretexto para usar tres días seguidos tu regalona corbarta negra con rayas amarillas y fucsias. Porque así eras tú... qué importaba lo que el resto pensara, tú imponías la moda... con ese estilo "Germanesco" tan característico... a palos.

Como cuando me dijiste que con botas bajas parecía de la pequeña casa en la pradera. Nunca más fui a trabajar sin tacos.

O cuando dijiste que Jose era el Transantiago del periodismo, o cuando le decías a Gus tu habitual "ooouuuuuuuu. Usted es un patético". O cuando me bautizaste como Fabiana (por mi supuesto parecido con Cantilo que sólo tú veías) y pensaste que nunca me iba a enterar. "Podría ser peor. Parecerse a Fabiana es mucho mejor que a Fito Paez, te cachai", me dijiste cuando te lo saqué en cara, apuntando a otra periodista que según tú era igual al intérprete de "11 y 6". Cómo no se iba a dar vuelta la pobre, si tu tono podría haber llegado hasta la rotonda de las rosas.

Una corbata fue el último -y único- regalo que te hice. Y los calcetines que te traje de Miami y que finalmente nunca te entregué. Y me quedé con ellos. Así como me quedé con las ganas de contarte que, tal como tú a mí, no te soporté de entrada. "Usted me caía mal, porque no saludaba", me dijiste un día, de la nada. Fue tu confesión. Y ahí yo entendí que eras un hombre de detalles y que la coraza se esfumaba en la medida que éramos capaces de darnos el tiempo para los pequeños gestos. Yo, que soy volada para esas cosas, que vivo apurada y que siempre pospongo los afectos, comencé a saludarte todos los días, en tu puesto nuevo, a abrazarte y a tirarte tallas del tipo "ahora vas a poder pagar menos para entrar al teatro" cuando te decía que juraba que ibas a cumplir 60.

No fueron suficientes. No haber hablado contigo la última semana es algo que siempre me va a pesar. No haberme confesado de vuelta, ese día u otro... tantas veces lo pensé y se me pasó el minuto. El tiempo es lo único capaz de borrar una posibilidad. Y contigo me la quitó.

Aprendí tanto de ti. A palos. Porque (no voy a comenzar a ser cínica sólo porque no estás en este mundo) NO eras un buen pedagogo, o por lo menos eras uno bastante sui generis. Pero al final, por la razón o la fuerza, lo lograbas. Y, muy en tu estilo, aprendí a palos a quererte. Y lo que se aprende a palos no se borra. Y cual vaca de ganado, yo quedé marcada a fuego con el sello Germanesco.

Porque finalmente eras una leyenda a la que sólo le faltaba desaparecer así, de sopetón, inesperadamente, como todos los grandes, para consagrarse como tal. "Vivir rápido, morir joven", decía James Dean.

Probablemente, si estuvieras me dirías que no fuera pa-té-ti-ca y que la vida es una y hay que vivirla... con maldad, pero de frente.

Te debía una confesión. Te quiero.

Saturday, July 07, 2007

The egyptian weiter

Todo partió con un barquito que tenía bastante mal escrita la palabra “love” el cual encontré encima de la mesa del desayuno. Estoy de vacaciones nada menos que en Egipto, en un crucero por el Nilo, de lo más Agatha Cristie con tenedor libre. Los que me conocen saben lo peligroso que eso puede llegar a ser.

Si me hubieran dicho que iba a terminar arriba de la terraza de un crucero por el Nilo, escondiéndome detrás de una silla de playa, con el mozo que me servía el desayuno en el tenedor libre, un compañero suyo y mi sobrina —la de 18, no la de 7, por si acaso— no lo hubiese creído.

Pero acá estoy. La versión oficial es que soy tan buena reportera que quiero saber hasta dónde es capaz de llegar el mozo egipcio en su declaración de principios sobre su ferviente y apasionado amor por mí. La extraoficial es que, bueno, mi ego a veces necesita alimentarse.

El mozo —que según mi mamá es la versión guapa y medioriental del pelotudo que me gusta en Santiago— suele quedarse conversando conmigo y como yo ando en la onda de “conocer la cultura” —y de paso, practicar el inglés—, le converso de vuelta.

Pero desde hace un día le da por hacerme juegos de ingenio y cosas extrañas. Entre esas, un barquito de papel que dice “Am” por un lado y “Love” por otro. No queridos, no es que en su neardental inglés le haya faltado el “I” y el “in”, no. Ahí andaba yo, creyéndome la Cleopatra criolla cuando me tope con Am. Sí, es un nombre, no una declaración de hambre de algún prescolar. Es el nombre de un mozo de "la nave" que (yo tampoco sé por qué) se quedo maravillado conmigo. No, si este viaje me ha servido por último para subir el ego, porque acá una es como diosa griega, todos se quieren casar conmigo (cosa que no se repite en Chile, claramente).

Bueno, Am se obsesiono, cosa que la familia Hola Chamy aprovecho enjundiosamente, porque nos dejaba comer como enfermos. Si yo le pedía more sugar, more sugar tenía. Si yo le pedía más queque, adivinen que mesa era la única con un bandejón de queque para el té de media tarde. Y así.

Me anotaba su teléfono y, según él, me seguiría hasta Chile. Y me hacia trucos de magia y los Hola gozaban molestándome y bueno, ustedes saben . Mi querida sobrina dijo que si se iba a Chile, poníamos un negocio de baile exótico para despedidas de soltera con Am, "toda la sensulidad masculina traída desde el desierto remoto".

— Igual si te sigue a Chile podemos poner un negocio de entretención de señoras. “Con ustedes, el faraón”. Seríamos el terror de las despedidas de soltera— bromea mi sobrina con su acidez característica.

Yo, la verdad, encuentro de lo más chiquiguagüi ser joteada por un egipcio cualquiera sea su condición social, étnica o cultural y me dejo querer. Especialmente si éste me ha visto sacando desde garbanzos hasta pies de guayaba en mi afición por la buena —léase de cantidad, no de calidad— mesa y aún así me encuentra atractiva.

Por eso, cuando me mandó un mensaje cifrado del tipo "nos vemos en la terraza" yo subí. Con chaperona, claramente.

Hace un frío de la puta y no hay nadie... al parecer.

De repente, de detrás de una silla me hacen una seña. Es Am. En mi minuto de lucidez me doy cuenta de que estoy lejos de que las diferencias étnicas, sociales y culturales no me importen y que hello! estoy caminando a esconderme detrás de una silla en la terraza de mi crusero por el Nilo para escuchar la oferta de un mozo egipcio. Gracias a Dios tengo a Pepe Grillo al lado mío.

Javiera (o Pepe) se instala al lado mío cual guardaespaldas y se niega rotundamente a ir a conversar con el otro mozo dos metros más allá que le comenta desde lejos que Am es lo más parecido a Hugh Hefner que tienen en Egipto.

—Ai lov llu - me dice Am e intenta tomarme la mano.

En ese preciso momento me doy cuenta de que taaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaan necesitada no estoy y me baja el delirio de persecución. Me paro.

— Nos vamos - le digo a Pepe. Y me doy media vuelta cuando la hormona con patas que tengo al lado mío me agarra e intenta darme un arabian kiss.

No sabe lo que somos las mujeres occidentales. No sabe lo que soy yo.

Si hubiera tenido cartera a carterazo limpio lo perseguía por la cubierta. Menos mal que andaba desarmada. Pero pucha que me salieron fluidos los garabatos en inglés. Como nunca.

Agarro de un ala a Pepe y bajamos raudas y veloces. Muertas de la risa. "Por lo menos ya tienes una egyptian story que bloggear", me dice.

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Wednesday, November 29, 2006

I want to ride my... bicycle?


Hay gente que va a buscar pololo al gimnasio. Yo, claramente, no. Digamos que después de una tendinitis que me dejó 3 semanas fuera de las pistas de ese castillo de la tonificación que es mi gimnasio, me puse mi mejor imitación de Everlast made-in-Patronato —sí, seguir con la patita azul marino del colegio ya era indigno— y partí.

A ver. Repasemos. Yo —partamos por ahí, con todo lo que eso implica—, cola de caballo, patas celestes con azul con blanco imitación Everlast hasta media pantorrilla, polera sin manga celeste y mochila. Yo, arriba de mi bicicleta Oxford —gracias a la cual me llega La Tercera, no al revés— con esa pinta de Jane Fonda… me faltaba el puro cintillito no más.

Ya, ok, no exageremos.

Sí, porque aunque he bajado cuantiosamente mi porcentaje de grasa, no ha sido suficiente. Si a eso le agregamos que luego de “Mi Gran Titulación Árabe” no he sabido lo que es una dieta, bueno, el resultado se parece más a Rose de “Tomates Verdes Fritos” —que gran película— que a la diosa del ejercicio yankee.

En fin, ahí iba yo, sin novedad en el frente, feliz de la vida, paseando 6 y media de la tarde con 32 grados en bicicleta cuando me empieza el complejo. “Ojala no me vea nadie en esta pinta”, pienso.

Apuro el pedaleo y llego por fin al súper gym. Son como 30 cuadras de subida, así que podemos imaginar cómo llega Cony “tomatito” Hola a empezar una clase.

Como no soy muy original con el horario el maldito gimnasio está lleno. Entran y salen autos del estacionamiento sin ninguna consideración hacia mi bello y eficiente vehículo. Logro zafarme de un par de Ford Explorer, tres Montero y una de esas Van típicas de familias Opus con 9 cabros chicos, sin mucha dignidad. ¿Hay algo más jocoso que alguien haciendo maniobras en una bicicleta?
Cuando ya estoy pensando cuánto tiempo me demoraría en pagar un crédito para comprarme el absolutamente necesario vehículo 4 ruedas, me doy cuenta de que viene lo peor.
Nunca mi motricidad fina ha sido loable. Pero ponerle la cadenita a la bicicleta ya me supera. Claro, la new rich me compré la cadena más pro con cuanta cosa había, roja fluorescente, le falta el puro GPS por si se la roban. Pero no sé usarla. O sea, me cuesta, el nunca bien ponderado candadito sería tanto más fácil.

Por fin la instalo cuando llega el profesor de Spinning arriba de una súper –ultra-pro mountain bike a la cual mi linda Oxford roja le queda de llavero. Sin ninguna maniobra —claro, a él le dan la pasada las viejas verdes— estaciona el modelito y mira mi esforzada estacionada. “No pues, tienes que amarrar la rueda de atrás. Si amarras la rueda de adelante te la sacan no más y te la roban”.

Plop. “Todos los días se aprende algo nuevo”, pienso. Y no puedo creer que mi lucha contra la cadena asesina haya sido en vano. Luego de otra media hora “estacionándome” en posturas aún más indignas que las maniobras para esquivar viejas ociosas —que me incluyen de guata en el suelo— logro entrar.

Clase de hoy: Aero box. Debo reconocer que más que bajar de peso, libero tensiones con este arte. Me encanta. Va con mi espíritu y mi personalidad. Y siempre se puede pensar que el que está al frente es el ex pololo, la suegra, el sobrino o simplemente el jefe.

Como no vengo a buscar pololo soy como la hermanita pobre —y guatona— de la clase. Todas las demás lucen un peto Everlast original, blanco, maravilloso, que les combina con el tostado fascinante. O un shortcito negro, perfecto, que le combina con la Ford Explorer. Asumo que estas señoras no trabajan, porque para tener ese bronceado, las uñas pintadas y tiempo para venir al gimnasio desde la clase anterior o son “dueñas de casa” con harta nana o gerente de empresa del tipo Josefina Correa.
Pasemos lista. Teté, Everlast; María Ignacia, Nike; Jóse, Adiddas; Teruca, Reebook; Cony, Patronato. Pero da lo mismo, yo no voy a buscar pololo al gimnasio.

O sea, no iba. Hasta que entra el profesor. Al contrario de los humanoides argentinos que hay de personal trainers, el muchacho es chileno. Bajo, suficientemente musculoso —no para participar en torneo de aeróbica como los hermanitos trasandinos— y con cara de simpático. Claramente en esta pinta ni a la esquina así que corro a ponerme lo más atrás posible.
“¿Nueva?”, me grita una de esas típicas viejas que uno ve matiné, vermut y noche en el gimnasio y que una dice “cómo no exige que le devuelvan la plata”. No alcanzo ni a contestarle cuando ella y las otras miembros honorarios del COVIEO ya me están tirando para adelante “para que aprenda”.

Y ahí me quedo. Adelante, con el profe mino y yo que ni en imitación Everlast me veo decente transpirada. Lo simpático se le quita al empezar la clase. “¡¡¡Vamos!!!”, grita. Con cara de odio. Y yo que lo único que pienso es “Por qué no fui a Baile hoy”.

Por lo menos mi motricidad gruesa funciona bien. Hasta la patada lateral, que es mi talón de Aquiles. Como estoy ADELANTE, al lado del espejo, claramente el profe viene a corregirme. “No, es así —toma mi pierna hacia delante— y no así”, respecto de la cosa ñurda que yo estaba haciendo. Aparte de la motricidad fina, el equilibrio también lo pasaba con una S de “suficiente” en el jardín infantil. Y si te agarran de una pata y te piden que la mantengas, este pequeño y frágil cuerpo se va de hoci. Termino en los brazos de mi nuevo mejor amigo. De lo más romántico, si no fuera porque recuerdo que mi depilado está en la fase “pinchante”, cosa que debe haber notado el lolito al tomarme la pierna.

Apenas termina la clase aprieto… no digo ni gracias, desaparezco. Mentalizada en no demorarme más de 15 minutos en desencadenar a Bici, me monto rauda y veloz y parto las 30 cuadras.

De bajada son más amenas. Y como soy cabra chica, me voy con el “welito” y sin manos. Claro que no tengo presupuestado que la brillantez de Municipalidad que tenemos acá en Las Condes esté haciendo arreglos en ambas aceras de Martín de Zamora. Esas son las cosas que yo no entiendo de este país: cómo alguien es tan imbécil como para dejar sin ambas veredas, en el mismo tramo una calle como Martín de Zamora.

Ahí iba la “City of Angels” —léase yo— cuando se le acaba la vereda —sí, soy mamona y ando por la vereda y no por la calle—. En una rápida maniobra agarro el volante y me bajo a la calle, contra el tránsito, 8 de la tarde, hora peak. Casi me mato.

Por qué será que uno en esos momentos piensa las cosas más inverosímiles como “espero que no haya cuasi sido atropellada por nadie conocido” en vez de pensar “de la que me salvé”.

Recuperada del susto no hago más idioteces y me voy con el vuelito. Esta vez sólo me suenan los bocinazos... nada de Material Girl.

Wednesday, October 11, 2006

Manual anti "wea": Los 13 tipos de hombre de los que es mejor escaparse


Ya viene halloween. Y para entrar en onda, les presento un adelanto sobre los 13 monstruos que se deben evitar para poder sobrevivir con la mente un poco más oxigenada. ¡Disfrútenlos!

1. El casado
Justo se está separando. Desde que uno los conoce que las cosas están mal en su casa, ya no hay amor. La otra —en realidad, la una, uno es “la otra”— es una maldita bitch insensible y frígida que no puede ni compararse con el volcán de emociones juveniles —pueriles, mejor dicho— que es una. Si no se separa “es por los niños”, aunque en eso se pueda pasar toda una vida, hasta que los niños ya estén saliendo de la Universidad y uno se haya puesto tan insensible, frígida y con las carnes sueltas como la otra —la una, digamos—, pero sin marido, hijos ni prosperidad.

2. El mamón
Partamos de la base de que no hay hombres no mamones. Lo traen en el gen “y” de “mamY”. Pero una cosa es la dosis justa de cariño maternal y otra muy distinta tener un complejo de Edipo arraigado y nunca superado.
El mamón puede tener 30 años, pero la mami le sigue poniendo horarios, restricciones y diciéndole que la abstinencia es la mejor opción para no tener hijos no deseados con la pérfida que le está robando el cariño de su querubín. Estos “hombres” no pueden ir a comprarse un par de pantalones solos —o con la de turno— porque la mami se enoja y el gusto de la mami no lo tiene cualquiera. Tampoco pueden irse de vacaciones tranquilos porque la mami les creo un efectivo mecanismo de control, incluso a miles de kilómetros: la culpa.

3. El gay no asumido
Hay hombres peligrosos y éste. No es amanerado, no le gusta Madonna, sonríe seductoramente y —he aquí el peligro— anda buscando una pantalla. Mucha llamadita, mucho gusto parecido, mucho embeleco y detalle que hace pensar “qué preocupado de mí”. Mucha conversación por MSN, mucha manito loca, mucho ojito coqueto, pero a la hora de los quiubo… mucha nube, mucho sol, como quien dice. Aléjense chiquillas, porque cuando uno toma el toro por las astas se puede topar con una declaración insospechada del tipo “no eres tú, soy yo” o, peor, “me encantaría estar contigo, pero TENGO UN PROBLEMA”. Y una qué piensa “pobrecito, está con otra, pero me ama a mí”. Qué otra ni que ocho cuartos. Chiquillas: los hombres son más simples que eso… cuando escuchen ese speech HUYAN, porque claramente un rollo así sólo lo puede tener un hombre con alma de mina.

4. El gay asumido
Si tomamos el complejo de misioneras salvadoras que identifica al 98% de las mujeres —las lesbianas quedan dispensadas— y lo mezclamos con una buena dosis de causa perdida, la película del tipo Jennifer Aniston nos queda completita. Porque pucha que somos pasteles a la hora de renunciar a las hormonas. “No, si no es TAN gay”, “Salió del clóset hace poquito” o “Es que no había conocido una mina como yo” son frases típicas de las integrantes del club de Úrsula —para los poco tevitos, la pobre bruta que anduvo detrás de Ariel toda la teleserie en “Machos”—. Chiquillas, si ya es difícil conquistar a un heterosexual, cuál es el masoquismo imperante para enamorarse de un gay. Hay tanto hombre dando vuelta un poco menos cacho que estos como para andar emprendiendo cruzadas inútiles.

5. El príncipe azul
A falta de caballo bueno es el Peugeot 206 o el Chevrolet Corsa. Es el hombre que siempre está ahí, que siempre puede irte a buscar, que es capaz de rechazar un partido de fútbol por ir a pasear a tu conejo contigo. Le agrada a tu madre, es más ¡tú le agradas a la de él! Y si ve uno de esos niños vendiendo rosas, obvio que te compra una, y más cara, para ayudarlo a salir de la pobreza. ¿El problema? So perfect. Y una, bueno, una quiere que le remuevan las hormonas y nada más matapasiones que el adorable pololo que nunca se enoja, que te idolatra, que te encuentra la razón en todo… Hay que reconocerlo: toda mujer tiene su cuota de masoquismo amoroso necesario para la subsistencia de la especie y los príncipes azules o no existen o son demasiado fomes.

6. El puto
Quién no ha saltado como enferma en una disotheque cantando a todo pulmón la famosa canción homónima de Molotov, pero cambiándole el coro por algún nombre masculino. La que esté libre de pecado, que lance la primera piedra.
El puto es francamente adorable y, tal como el gay asumido, nos despierta ese hondo instinto de defensoras de las causas perdidas que tenemos las mujeres. Es ese que nos calienta más que la media hormona necesaria, que nos dice justo lo que queremos escuchar cuando lo queremos escuchar. Es ese por el que hacemos las cosas más inverosímiles sólo porque nos sonríe y nos dice que somos únicas —vaya descubrimiento—. Y cómo no va a saber él, si ha estado con tantas. ¿Lo peor? Una lo sabe, pero ya que no fue la primera, pretende ser la última.
¿Resultado? Euforia incontrolada cuando deja a la polola por la “mina de su vida”, o sea, una. Idiotez desmesurada cuando una ya está pensando en los nombres para los hijos y cómo suena su apellido junto al propio. Rabia descomedida, llanto inmoderado cuando encontró a otra “mina de su vida”, tres meses después.

7. El adoptado
Es una variante del mamón, pero hacia la madre ajena, no la propia. Es el típico pololo que no pololea con uno, sino con la familia. Siempre van a estar de parte de él. Si nos enojamos es porque una es muy bruja, si no llega a la hora es porque el pobrecito está cansado, si nos deja plantadas es porque nosotras les exigimos mucho y si terminamos es porque somos lo suficientemente brutas como para dejarlo escapar.
El rey del asado, se adapta a cuanto evento familiar hay, incluido los cumpleaños infantiles a los cuales no duda en ir hasta de payaso. Al final, una se aburre, porque lo quieren más a él que a nosotras y, lo que es peor, él más a ellos que a una.

8. El yerno platónico
Lo conocemos de toda una vida. Es el mejor amigo de siempre jamás, que frecuenta la casa hace mínimo unos diez años. Y a la madre siempre le ha parecido tan buen niño que no nos perdonan que le otorguemos el título de “mejor amigo” y lo dejemos pasar. Pero bueno, uno tiene sus gustos y, francamente, éste no pasa de ser el hermano asexuado, aunque la madre se muera de pena y le prenda una velita a San Antonio y otra a San Expedito a ver si algún día abrimos los ojos.

9. El psicópata
Durante el “amorsh” suele llamar cada media hora para saber donde uno está. “Tierno”, piensa una al principio. Pero no. Empieza con las llamadas, termina con el encierro, los empujones y el griterío cual cité porteño. Si logra terminar con un psicópata ALÉJESE, porque son peligrosos y no se les pasa. Primero son los llamados amenazantes. De ahí al conejo hervido en la olla de la cocina o a la una cabeza de caballo esperándola en la cama, un solo paso. La verdad es que deberían estar marcados, deberían hacerles un tatuaje del tipo “material radiactivo”. O por último, mandarlos a hacer el servicio militar en Chernobyl.

10. El alma gemela
Nada mejor que creer que uno encontró al hombre de la vida. Ese que uno dice “a mi me gusta Fito Paez” mientras él, al mismo tiempo tararea una canción —que no sea “11 y 6” o “Un vestido y un amor”, digamos—, que uno esté pensando en comer helado y él ya está sacando el auto para ir al Bravissimo, que uno no quiera salir un día porque está cansada —el trabajo hace mal chiquillas— y él ya arrendó un DVD. ¡Maravilloso!... los tres primeros meses.
No sé ustedes, pero con una “yo” me basto y me sobro. Ya tengo los suficientes rollos mentales como para tener otro mini me al lado ¡Horror! Es como el Príncipe Azul, demasiado perfecto… pero porque se parece a una. Y una se aburre de una misma bastante seguido, para que tener dos. Las almas gemelas sólo existen para subirse el ego un rato y pensar que la relación perfecta sólo se logra cuando uno se eleva al cuadrado. No… no sé cuál es la relación perfecta, de hecho, no creo que exista, pero no seamos hedonistas… en la variedad está el gusto.

11. El mal educado
El amor puede mucho. Pero cuando escuche a su pololo eructar en la mesa o “sorbetear” la sopa, preocúpese. No se trata de clasismo, sino de educación. No es que uno sea todo lo que es ABC1 pero sacarse los mocos en una reunión familiar o comer con la boca abierta son señales inequívocas de que el muchacho no es de lo más refinado. Si le da vergüenza llevarlo a una fiesta porque probablemente termine tomándose hasta el agua del florero, preocúpese, porque los pololos son para lucirlos, no para esconderlos.

12. El romanticón empedernido
Si el novio de turno le lanza a sus padres una frasecita del tipo “Gracias por haberla traído al mundo” o la “sorprende” con un globo de helio gigante con forma de corazón cada vez que pisan un mall, está frente a lo que el sentido común define como “cursi”. Mejor vaya definiendo su futuro y qué tipo de relación quiere tener con él porque lo más probable es que el próximo paso sea un avión de esos con letreros del tipo “Cásate conmigo”.

13. El SPM
Gruñón, idiota, mal genio y cambiante. Si a usted “los días R” le llegan una vez al mes, a él se le quitan cuando duerme. Si van a comer, termina retando al mozo. Si van al cine, se agarra con el personaje que se sentó adelante o termina haciendo un berrinche porque el sonido no estuvo de lo mejor. Si lo acompaña a comprarse ropa, fijo que la cambia, porque en el espejo de la tienda se veía diferente y si duermen juntos, la cama nunca es suficientemente grande ni cómoda como para que pase una buena noche. Pero ¡hello! El Síndrome Pre Mentrual es parte de nuestra identidad de género y con una sola persona hormonal en la relación basta y sobra.

Friday, September 22, 2006

¿Material girl?

“Te la programaré por 25, pero no lo lograrás. Así que hasta donde puedas no más y ahí parás”, me dice poniendo su exuberante brazo sobre los botones de la elíptica que tengo al frente. ¡Qué se habrá creído! Muy argentino será, muy musculoso, muy parecido a bailarín de Axe, pero no tiene derecho a tratarme así. Una tiene su orgullo, su amor propio… “gordita, pero digna” es mi lema.
Y ahí estoy, con mi “pata” azul marino hasta el tobillo —los colores oscuros disimulan el contenido, digamos— y mi polera gris “Pontificia Universidad Católica de Chile”, ancha y sobria. La Everlast la dejaremos para cuando no parezca embutido dieciochero dentro de ella.
Es mi primer día como diet Cony. Estoy en el gym, recién matriculada.
La verdad es que me bajó la depre. Tengo exactamente un mes y diez días para entrar en el strapless que me compré para la graduación —ah sí, dicho sea de paso, pasé bastante bien el examen de grado, por lo que soy toda una periodista— y ¡cómo no vamos a ser capaces!
Después de comenzar mi dieta "a lo Piolín", partí al súper gym que me recomendó mi amigui y apenas pagué la lolita de la caja me mandó a “evaluar”. “Arieeeeel, lleva a la niña a evaluación". Un fornido argentino se acercó con cara de “tomame y seré tuyo”.
“¡Hola!, ¿como andás?, me shamo Ariel y vos?”.
“¡Ups!”, pensé yo, “Me voy a tener que empelotar pa’ que me midan la grasa. ¡Qué vergüenza! ¿Estoy depilada?”, todo eso en una milésima de segundo, mientras respondía tímidamente con un “Constanza”.
Me llevó a una pieza aparte, con un medidor de altura y una maquinita ultramoderna conectada a lo que, asumí, era una pesa.
“¡Horror!”, pensé yo, recordando mis traumas escolares cuando me pesaban y medían delante de mis compañeros de curso. Tomando en cuenta la bolita rodante que era a los diez años y lo crueles que pueden ser los niños a esa edad, el recuerdo era casi freudiano.
“Subite que te mido”.
“¡Dónde!”, exclamé shó, espantada.
“Acá”, dijo la imitación argentina de Fabrizio, señalando el medidor.
“Ahhhh, voy”. Me saqué las zapatillas y me subí.
“Un metro cincuenta y ocho”, me dice.
¡Me estoy achicando! “¿Lo aproximamos a un metro sesenta y no le contamos a nadie?”, le respondo yo.
Me mira y se ríe. “Ahora a la pesa”.
Ay no, atroz lo encuentro. Me subo y cuando me da el peso la maquinita expele un papelito con ¡Oh! Mi porcentaje de grasa y los kilos que tengo que bajar. Como mi lema es “gordita, pero digna” no anotaré aquí —ni en ninguna parte— cuántos son.
“Vamos que te explico qué máquinas hacer”.
No hubo ni un desnudo, nada. No me saqué la polera, ni la pata, con suerte los calcetines. “No fue tan terrible”, pensé. Fue entonces cuando llegamos a la elíptica. “Te la programaré por 25, pero no lo lograrás. Así que hasta donde puedas no más y ahí parás”. Insisto ¡qué se cree! Me lo tomé como atentado al amor propio y empecé la tortura.
No llevaba ni tres minutos y me quería bajar. No saben lo que es hacer esa maldita máquina después de tres años sin ejercicio físico —más que el necesario para la subsistencia de la especie, digamos—. No, no se imaginan. Pero como mi amor propio da para mucho, y no me lo iba a romper un argentino sobreestimulado de hormonas, no sólo superé los 15 minutos mentalmente propuestos al principio, sino que duré los 25.
Todo un récord, tomando en cuenta que también duré lo que tenía que durar en la bicicleta e hice los ejercicios correspondientes. ¡Incluso cuatro series en vez de las tres que me correspondían!
Cuando hacía uno para el “glúteo” —han visto palabra más fea que “glúteo”— en una posición que claramente atentaba contra los derechos humanos, un fornido lolo con pinta de modelo de Absolut me queda mirando.
“Pinché”, pensé yo. Qué pinché ni que nada, la posición me tenía la polera arremangada cual peto de campeona de aeróbica, dejando entrever mis nada románticos rollitos. Lo miré de vuelta con cara de “No tení nada más importante que hacer que mirar la desgracia ajena. Consíguete una vida y un par de neuronas pa’ la cabeza de músculo y de ahí hablamos” y me paré, “gordita, pero digna”, hacia la próxima máquina de mi rutina de ejercicios.
Terminé agotada, pero con el norte claro. Cuando quiero algo, persevero, y ni una elíptica, ni una bicicleta, ni un entrenador axe, ni un mirón desgraciado se van a interponer entre mi vestido estilo “Carrie Bradshaw” y yo. Promesa de mujer emancipada del siglo XXI.
Y volví a mi casa, adolorida, cansada, con más endorfina y menos problemas mentales, mientras sonaba en mi cabeza “Material girl” de Madonna.

Tuesday, August 15, 2006

Parrillada bailable


—¡Esa vieja rota me pisó!
Pausa. Matías me queda mirando sin entender nada. Claro, él es un tipo calmado, relajado —igual que yo…— y se toma su tiempo para darse vuelta a mirar a la “dama” que acaba de enterrarme su taco-aguja-chulo-aleopardado” en mi pobre piececito indefenso.
—¿Cuál? ¿Ésa?
No alcanza a apuntarla cuando la pareja de la fineza de dama que tenemos al frente le pega un empujón a mi partner de baile.
Ah no, esto ya es de-ma-sia-do. O sea. Puedo soportar que me pisen una vez sin querer. Incluso que no me pidan disculpas —viejas picantes hay en todas partes—. Puedo dejar que me pisen una segunda vez, sospechando de si fue sin querer o no, y hacer un comentario del tipo “La señora podría fijarse donde pone las patas” a mi compañero de baile sin sulfurarme demasiado todavía. Puedo, incluso, aguantarme las ganas de ser como ella y devolverle el tercer pisotón cuando descubro que la vieja ya lo está disfrutando. Pero NO puedo soportar que ahora sea la amiga rota de la vieja rota la que sigue con el juego. Menos que su pareja, un viejo chico, guatón, bigotudo, con una cadena de oro que le hacía juego con el diente delantero con el que pronunciaba la “ceashe”, empuje a mi compañero que es más pacífico que el Dalai Lama. Eso no.
Me acerco enyegüecida a la imitación de Adrián y le digo:
—Disculpe caballero, yo sé que le debe costar, pero haga el esfuerzo de no ser tan roto.
Le otorgo tres segundos a su cara atónita, me doy vuelta y le digo al intento de rubia tapizada de leopardo que tiene al frente:
—Y usted, señora, trate de que la saquen a pasear más seguido para que aprenda cómo comportarse en lugares públicos.
Y agarro a Matías y salgo arrancando. Ya estoy viendo cómo se saca el tacón aleopardado y me lo tira directo a un ojo. Mejor abandonamos la pista.
La verdad es que no estoy aquí por voluntad propia, sino ajena. Una compañera de trabajo organizó una salida para los integrantes del Bronx —denominación que tiene el sucucho donde trabajamos los que sobramos de las secciones correspondientes, también conocido como “pool de colaboradores”— y sus respectivas parejas.
Buena idea, pero mal lugar: una muy famosa Parrillada Bailable en pleno barrio Brasil. A pesar de las recomendaciones de mis amigos santiaguinos, yo —una siempre ingenua niñita de provincia— se las atribuí una vez más a su sesgo “no salgamos de Plaza Italia para abajo”, no les hice caso y partí. Pero esta vez tenían razón.
No vamos a decir que yo soy la fineza con patas, pero en el ambiente era una verdadera Lady Di criolla. Con mi mejor pinta de falda negra recién comprada, strapless y su buen zapatito bajo partí a la aventura. Habíamos reservado para 10 pero terminamos yendo 6. Cuando hablaron de “reservar” yo dije “Ah, ven, la cosa es top, sino para qué reservar”. Pero me equivoqué.
Nos fuimos 4 en el auto. Para no dar nombres que comprometan a los involucrados —quienes no tienen la misma indiferencia ante el ridículo que yo—, hablaré de mis “amigos culturales” —en referencia al área donde trabajan— y mis “amigos reporteros”. En el auto íbamos dos amigos culturales, un amigo reportero y yo. El amigo cultural tenía un propósito en la velada: engrupirse a su compañera de labores, quien iba cada vez más asustada a medida que bajábamos de Plaza Italia. La verdad, yo también, especialmente cuando llegamos a un folclórico frontis con parra, copihues y “show étnico” incluido.
El estacionamiento estaba lleno, así que tuvimos que ir a dejar el auto a otro más lejano y devolvernos en su buena “Van” —léase pan de molde con logo “Los Buenos Muchachos”— especialmente acondicionada para la ocasión.
Cuando entramos ya me empezó a dar mala espina. En vez de las mesas circulares de cualquier restaurant seudo decente habían unas rectangulares, con mantel de goma que bien me hicieron acordar de mis tiempos escolares de almuerzo en el J Cruz. “¡Pintoresco!” Exclamó la conductora con un tono nada amigable y que bien representó lo mismo que yo estaba pensando pero no quería decir.
—Ay, ya no sean mala leche, si debe ser de lo más entretenido. Además, ayer con el Mati nos metimos a revisar y tienen Show Étnico, criollo y orquestas bailables.
Era la “Cony positiva” que a veces me sale los sábados a la hora del carrete, que contrastaba con la “Cony mental” que murmuraba “Salgamos arrancando antes que nos den un agarrón o nos quiten la billetera”. Ganó la primera, total, ya estábamos allá.
Nos sentamos y empezó la diversión. Llegó la organizadora con su novio extranjero que no entiende ni pito de lo que hablamos, pero que pone cara de entender y no hace show —razón más que suficiente para considerarlo como el pololo ideal—. A ver. Recapitulemos. Los amigos culturales en su “onda” tipo cacería nocturna. La amiga organizadora con su dominio bilingüe de la situación y yo con mi amigo reportero. Eh, bueno, ¿bailamos?
Y en eso estábamos, metiéndole el medio-giro-con-cabello como locos cuando empezó la diversión.
—Wenísimas noshes respetable públicosss.
No es por exagerar, pero lo más parecido que he visto al animador del show es el Braulio del Circo de las Montini. En dicción, digamos, porque en pinta es igualito a Charly Badulaque, le falta el puro guarén.
—Gur nai diar frens from oder cantris
Ah no, el chico —literalmente— es bilingüe. Y cómo no si apenas pronuncia media palabra en “inglés” se les sueltan las trenzas al grupo de gringas que hay en primera fila.
Y comienza el shows. Si con el primer “gur nai” las gringas con exceso de Pisco sour ya se estaban sacando la polera, con el show polinésico había que amarrarlas a la pata de la mesa. Y eso que Hotuiti es un lord inglés al lado del “cuerpo de baile” de la parrillada bailable. En eso los “lolos” sacan a las gringas a bailar al ritmo del “hopa uh hopa uh” y las gringas se juran en despedida de soltera.
Trato de no perder la sonrisa, pero me cuesta. Todo show en que la gente pierde la dignidad me desgasta emocionalmente, sobre todo cuando pintan a mi país como prostíbulo racial. Y bueno, para qué vamos a entrar en más detalles.
Por fin termina el show y decidimos mover el tambembe. ¡Un Juan Luis Guerra! “Ves, la cosa no podía ser tan mala”, me digo para mis adentros. Pero, como dice una de mis amiguitas de la U, siempre puede ser peor. Después del JLG vienen 5 boleros. ¡Estoy gastando mi noche de sana diversión en un lugar donde ponen 5 BOLEROS SEGUIDOS! ¡Y los bailan más encima!
Ah no. Yo he desarrollado harto la paciencia con esto de haber entrado a trabajar, pero esto ya me supera.
Cuando vuelve la “música de matrimonio”, volvemos a la pista y entonces, siento un ligero taco en mi empeine. Un adorable piececito de vieja aleopardado de frío…