Friday, September 22, 2006

¿Material girl?

“Te la programaré por 25, pero no lo lograrás. Así que hasta donde puedas no más y ahí parás”, me dice poniendo su exuberante brazo sobre los botones de la elíptica que tengo al frente. ¡Qué se habrá creído! Muy argentino será, muy musculoso, muy parecido a bailarín de Axe, pero no tiene derecho a tratarme así. Una tiene su orgullo, su amor propio… “gordita, pero digna” es mi lema.
Y ahí estoy, con mi “pata” azul marino hasta el tobillo —los colores oscuros disimulan el contenido, digamos— y mi polera gris “Pontificia Universidad Católica de Chile”, ancha y sobria. La Everlast la dejaremos para cuando no parezca embutido dieciochero dentro de ella.
Es mi primer día como diet Cony. Estoy en el gym, recién matriculada.
La verdad es que me bajó la depre. Tengo exactamente un mes y diez días para entrar en el strapless que me compré para la graduación —ah sí, dicho sea de paso, pasé bastante bien el examen de grado, por lo que soy toda una periodista— y ¡cómo no vamos a ser capaces!
Después de comenzar mi dieta "a lo Piolín", partí al súper gym que me recomendó mi amigui y apenas pagué la lolita de la caja me mandó a “evaluar”. “Arieeeeel, lleva a la niña a evaluación". Un fornido argentino se acercó con cara de “tomame y seré tuyo”.
“¡Hola!, ¿como andás?, me shamo Ariel y vos?”.
“¡Ups!”, pensé yo, “Me voy a tener que empelotar pa’ que me midan la grasa. ¡Qué vergüenza! ¿Estoy depilada?”, todo eso en una milésima de segundo, mientras respondía tímidamente con un “Constanza”.
Me llevó a una pieza aparte, con un medidor de altura y una maquinita ultramoderna conectada a lo que, asumí, era una pesa.
“¡Horror!”, pensé yo, recordando mis traumas escolares cuando me pesaban y medían delante de mis compañeros de curso. Tomando en cuenta la bolita rodante que era a los diez años y lo crueles que pueden ser los niños a esa edad, el recuerdo era casi freudiano.
“Subite que te mido”.
“¡Dónde!”, exclamé shó, espantada.
“Acá”, dijo la imitación argentina de Fabrizio, señalando el medidor.
“Ahhhh, voy”. Me saqué las zapatillas y me subí.
“Un metro cincuenta y ocho”, me dice.
¡Me estoy achicando! “¿Lo aproximamos a un metro sesenta y no le contamos a nadie?”, le respondo yo.
Me mira y se ríe. “Ahora a la pesa”.
Ay no, atroz lo encuentro. Me subo y cuando me da el peso la maquinita expele un papelito con ¡Oh! Mi porcentaje de grasa y los kilos que tengo que bajar. Como mi lema es “gordita, pero digna” no anotaré aquí —ni en ninguna parte— cuántos son.
“Vamos que te explico qué máquinas hacer”.
No hubo ni un desnudo, nada. No me saqué la polera, ni la pata, con suerte los calcetines. “No fue tan terrible”, pensé. Fue entonces cuando llegamos a la elíptica. “Te la programaré por 25, pero no lo lograrás. Así que hasta donde puedas no más y ahí parás”. Insisto ¡qué se cree! Me lo tomé como atentado al amor propio y empecé la tortura.
No llevaba ni tres minutos y me quería bajar. No saben lo que es hacer esa maldita máquina después de tres años sin ejercicio físico —más que el necesario para la subsistencia de la especie, digamos—. No, no se imaginan. Pero como mi amor propio da para mucho, y no me lo iba a romper un argentino sobreestimulado de hormonas, no sólo superé los 15 minutos mentalmente propuestos al principio, sino que duré los 25.
Todo un récord, tomando en cuenta que también duré lo que tenía que durar en la bicicleta e hice los ejercicios correspondientes. ¡Incluso cuatro series en vez de las tres que me correspondían!
Cuando hacía uno para el “glúteo” —han visto palabra más fea que “glúteo”— en una posición que claramente atentaba contra los derechos humanos, un fornido lolo con pinta de modelo de Absolut me queda mirando.
“Pinché”, pensé yo. Qué pinché ni que nada, la posición me tenía la polera arremangada cual peto de campeona de aeróbica, dejando entrever mis nada románticos rollitos. Lo miré de vuelta con cara de “No tení nada más importante que hacer que mirar la desgracia ajena. Consíguete una vida y un par de neuronas pa’ la cabeza de músculo y de ahí hablamos” y me paré, “gordita, pero digna”, hacia la próxima máquina de mi rutina de ejercicios.
Terminé agotada, pero con el norte claro. Cuando quiero algo, persevero, y ni una elíptica, ni una bicicleta, ni un entrenador axe, ni un mirón desgraciado se van a interponer entre mi vestido estilo “Carrie Bradshaw” y yo. Promesa de mujer emancipada del siglo XXI.
Y volví a mi casa, adolorida, cansada, con más endorfina y menos problemas mentales, mientras sonaba en mi cabeza “Material girl” de Madonna.