Sunday, September 16, 2007

Confesión PA-TÉ-TI-CA

"Usted no tiene humor", me dijo. Y yo lo odié. Así, de entrada, tajante como soy yo. Qué se creía para cuestionar a la reina del humor negro, la meretriz de la ironía, la monarca de la agudeza que raya al borde de la injuria. No lo soporté de entrada y, la verdad, él tampoco a mí.

No toleraba que no me pescara, que ignorara mis comentarios sobre lo importante de una entrevista o que se parara de su puesto como si yo, discutiendo frente a él la trascendencia de mi artículo, fuera transparente. Y la nota SIEMPRE terminaba de una col, 30 líneas. ¿Quién se creía?

Aprendí a palos. Con tanto reto, tanto estrés, pronto mis 30 líneas se transformaron en 120 más recuadro -claro que me avisaba a las 18:30, cuando se me ocurría ir a preguntarle- y comenzó a sonreírme. Y yo a acostumbrarme a sus sonrisas, a sus comentarios negros, irónicos y agudos, como los míos. Empecé a entender que detrás de esa persona tosca, brusca, que chupetiaba el lápiz todo el día había un abrazador profundo, un conversador acérrimo, un potencial amigo de esos que no encuentras al tiro, pero cuando lo logras, son para siempre. Y me sentí identificada... tanto. Tú.

Un día, con la pesadez que me caracteriza, me acerqué a la mesa en que estabas almorzando. "Lo siento, pero me vas a tener que aguantar no más. Y al lado tuyo". Y me instalé. Era una broma de las mías que te quedó dando vueltas y que luego, café de por medio, me aclaraste que estaba equivocada. "Usted me cae bien, porque dice las cosas a la cara, como yo. Y eso no es algo que abunde por acá". Los cafés se comenzaron a hacer más frecuentes. Así como las tallas y la conexión en la ironía. Teníamos gustos en común, como Paris y Buenos Aires, la facilidad para reírnos del resto en su cara (la maldad democrática, como tú la bautizaste) y ser los últimos fanáticos de nuestra imperdible serie "Aquí no hay quien viva".

"Nos vamos a ir al infierno", bromeabas, cuando yo le tiraba alguna pesadez a alguien o tú te reías de nuestro último blanco favorito... para qué entrar en detalles.Te apoyé en tu última campaña "por una mini para Sor Charito", en la cual dijiste que no te cambiarías la corbata hasta que Rosario no se cambiara su falda de monja por una pre rodillas, un excelente pretexto para usar tres días seguidos tu regalona corbarta negra con rayas amarillas y fucsias. Porque así eras tú... qué importaba lo que el resto pensara, tú imponías la moda... con ese estilo "Germanesco" tan característico... a palos.

Como cuando me dijiste que con botas bajas parecía de la pequeña casa en la pradera. Nunca más fui a trabajar sin tacos.

O cuando dijiste que Jose era el Transantiago del periodismo, o cuando le decías a Gus tu habitual "ooouuuuuuuu. Usted es un patético". O cuando me bautizaste como Fabiana (por mi supuesto parecido con Cantilo que sólo tú veías) y pensaste que nunca me iba a enterar. "Podría ser peor. Parecerse a Fabiana es mucho mejor que a Fito Paez, te cachai", me dijiste cuando te lo saqué en cara, apuntando a otra periodista que según tú era igual al intérprete de "11 y 6". Cómo no se iba a dar vuelta la pobre, si tu tono podría haber llegado hasta la rotonda de las rosas.

Una corbata fue el último -y único- regalo que te hice. Y los calcetines que te traje de Miami y que finalmente nunca te entregué. Y me quedé con ellos. Así como me quedé con las ganas de contarte que, tal como tú a mí, no te soporté de entrada. "Usted me caía mal, porque no saludaba", me dijiste un día, de la nada. Fue tu confesión. Y ahí yo entendí que eras un hombre de detalles y que la coraza se esfumaba en la medida que éramos capaces de darnos el tiempo para los pequeños gestos. Yo, que soy volada para esas cosas, que vivo apurada y que siempre pospongo los afectos, comencé a saludarte todos los días, en tu puesto nuevo, a abrazarte y a tirarte tallas del tipo "ahora vas a poder pagar menos para entrar al teatro" cuando te decía que juraba que ibas a cumplir 60.

No fueron suficientes. No haber hablado contigo la última semana es algo que siempre me va a pesar. No haberme confesado de vuelta, ese día u otro... tantas veces lo pensé y se me pasó el minuto. El tiempo es lo único capaz de borrar una posibilidad. Y contigo me la quitó.

Aprendí tanto de ti. A palos. Porque (no voy a comenzar a ser cínica sólo porque no estás en este mundo) NO eras un buen pedagogo, o por lo menos eras uno bastante sui generis. Pero al final, por la razón o la fuerza, lo lograbas. Y, muy en tu estilo, aprendí a palos a quererte. Y lo que se aprende a palos no se borra. Y cual vaca de ganado, yo quedé marcada a fuego con el sello Germanesco.

Porque finalmente eras una leyenda a la que sólo le faltaba desaparecer así, de sopetón, inesperadamente, como todos los grandes, para consagrarse como tal. "Vivir rápido, morir joven", decía James Dean.

Probablemente, si estuvieras me dirías que no fuera pa-té-ti-ca y que la vida es una y hay que vivirla... con maldad, pero de frente.

Te debía una confesión. Te quiero.