El Ondómetro

Además de eventos, mi nuevo estado civil le lleva un sinúmero de cavilaciones filosóficas. Estábamos el otro día con Shanetta, aprovechando sus 15 minutos de fama, —es un gran logro, yo no tengo ni medio— en una elevada conversación telefónica. Ella se ha vuelto mi nueva gurú mentora en el tema de cómo volver a estar soltera y no morir en el intento. En ese contexto, comenzamos a discutir sobre un tema novedoso y trascendente: hombres.
Discutíamos sobre todas esas cosas tan típicas de ellos. Sobre sus indecisiones y sus mamitis —llegamos a la conclusión de que no hay hombre no mamón—, sobre sus comentarios y cómo pueden llegar a ser tan adorables con sólo decir las palabras justas.
En esa estábamos. Shanetta hablaba y yo tomaba nota sobre cómo volver a las pistas sin pecar de exceso ni omisión cuando me mandé el comentario iluminador: por qué no existirá una forma de medición del gusto. Una maquinita parecida al detector de metales con una lucecita verde y otra roja, pero sin ruido. Disimuladamente se la chantamos cerca al lolito de turno. Un par de comentarios, un par de cambio de luces. Si se prende la lucecita verde, hay onda. La lucecita roja, siga participando.
Y así se nos ocurrió la brillante idea del ondómetro. La vamos a patentar… después de tanto invento chanta —si han inventado hasta maquinitas para estrujar las lechugas— cómo éste no va a ser todo un éxito. ¡Nos solucionaría la vida a tantas!
Por ejemplo. Nos evitaría esas molestas esperas al lado del teléfono y las maratónicas corridas —con más de algún traspié— hacia el aparato cuando este finalmente suena. Todo para que sea un vendedor de VTR o Joaquín Lavín en campaña. Con la maquinita ya sabríamos que si el lolo dice que llama, ¡llama! Y si no, pa’ la casa.
También seríamos más seguras de nuestros comentarios. A mí por lo menos, la boca me hace sinapsis más rápido que las neuronas y SIEMPRE termino pensando “No habré hablado demás”, especialmente cuando de por medio hay más de un par de roncolas.
Nos haría más osadas. No tendríamos que esperar el eterno rito de enamoramiento digno de elefante o pájaro australiano: coqueteo, manito, roce, cariñito, cercanía, beso. ¡No pues! Señoras, respetables: con el ondómetro pasamos del examen al beso, directo. Claro, porque yo soy de lo más ñurda e insegura en esa etapa y si el lolo no pone TODO de su parte, yo no me atrevo a NADA. Pero con el ondómetro claramente me atrevería… no habría nada que perder ¿no?
Por último, nos ahorraría un montón de tiempo y dinero. Ohhh sí… tanto:
- Tiempo gastado en teléfono para contarle a las amigas lo maravilloso que es el sujeto en cuestión.
- Tiempo gastado en celular cuando hay que emprender un plan alfa beta gamma con la misma amiga porque las cosas no están resultando como uno se esperaba.
- Plata en copete y/o comidas, de visitas al Zanzíbar, Liguria, Rápido o McDonalds. Porque en estos tiempos modernos de mujeres autosuficientes una no puede dejar que la anden invitando siempre.
- Plata en peluquería, manicure, masaje ashiatsu y derivados, según gusto y presupuesto (lo mío no pasa de elegir con más cuidado la ropa antes de toparme “casualmente” con el candidato, pero eso ya es un gasto de tiempo)
- Consulta del psicólogo cuando uno se da cuenta que el caballero andante se fue de vacaciones, fin de semana, santo o cumpleaños con otra.
En fin, esos son sólo un par de ejemplos. Increíble lo que una simple maquinita no inventada podría lograr. ¿Cómo no vamos a ser capaces? Algún conteo de hormonas, feromonas o algo por el estilo, no puede ser tan difícil.
Apenas la tengamos, chiquillas, apenas la patentemos, les avisamos. Las primeras 100 se llevan de regalo el manual “Tengo un hombre y no sé como destetarlo” o “Más vale ser soltera que cornuda toda la vida”. Así que aprovechen… shamen shá que ya estamos reservando.